Por: Olavo de Carvalho
El triunfo del equipo brasileño sobre Costa de Marfil era tan previsible como el de Juan Manuel Santos sobre Antanas Mockus, pero el primero no tendrá mayor consecuencia que alegrar por algunas horas a un pueblo para quien el fútbol sirve de anestesia contra los dramas de la vida y el miedo a la muerte, mientras que el segundo impone a otro pueblo una toma de decisiones que lo colocan a él y a todo el continente entre la vida y la muerte.
En Brasil, gracias a la abyecta e intencional ineptitud de nuestros medios de comunicación, nadie tiene la más mínima idea de lo que sucede en Colombia. Mi último artículo de la semana pasada da un ejemplo de la magnitud de las informaciones ocultadas al público brasileño, pero si colocamos ese ejemplo dentro del marco histórico-político que lo generó, entonces la ignorancia nacional al respecto se revela tan grave como dicho marco en sí mismo: los brasileños viven junto a una bomba de tiempo y no lo saben.
El caso del Coronel Plazas no es un episodio aislado: derrotadas en el campo militar, las organizaciones terroristas colombianas encontraron una protección segura en el sistema judicial, hoy repleto de marxistas para quienes la verdad no es la correspondencia de un juicio con los hechos pasados sino su utilidad estratégica con un proyecto de poder por lograr. Sentencias sin piés ni cabeza como la de la juez Maria Stella Jara, que estimulan la ambición demente de los grupos revolucionarios y narcotraficantes en la misma medida en que destruyen a porrazos la lógica jurídica y todo sentido de ley y orden, se producen en el sistema judicial colombiano en escala industrial, siempre en contra de los enemigos del terrorismo. Ya sea en el episodio del Palacio de Justicia, en las calles o en la selva, un terrorista hipotéticamente desaparecido suscita más indignación justiciera en los excelentísimos magistrados que la sangre de miles de víctimas comprobadas de las FARC, el ELN o el M-19. Inclusive si supusiéramos que cada “desaparecido” fuera un cadáver, lo que está lejos de ser verdad, la suma de todos ellos no llegaría ni a la vigésima parte de los muertos por la guerrilla y el narcotráfico. En contrapartida, en las cárceles colombianas hay hoy mil doscientos miembros de las Fuerzas Armadas, cuatro por cada terrorista preso. Nunca la selectividad judicial fue tan ostensible, tan descarada, tan obviamente inspirada en motivos políticos de una bajeza manifiesta.
La condena al Coronel Plazas, que ha sido hasta ahora el golpe más osado del terrorismo judicial, puede ser revocada por un tribunal superior (dudo que esto suceda) o anulada en sus efectos por un indulto presidencial que, para el reo inocente, tendrá el gusto amargo de la humillación.
En cualquiera de los dos casos, sólo una cosa es cierta: ella es apenas el prólogo del asalto procesual a la persona del actual Presidente Uribe, que continuará inevitablemente con la transmisión de la faja presidencial a Juan Manuel Santos. La meta final de esa estrategia es calificar al gobierno como violador de los derechos humanos, presionando a los Estados Unidos a suprimir toda ayuda militar a Colombia y dejando al país vulnerable a un ataque venezolano, que sin la menor sombra de duda, es uno de los sueños más embriagantes del señor Hugo Chávez.
Nadie en Colombia ignora esto. Acorraladas, debilitadas, odiadas y despreciadas por la nación entera (ni siquiera el candidato opositor se atrevió a decir una palabra en su favor), las FARC están apostando todo en la estrategia del Golpe de Estado Judicial. Si el Ejecutivo y el Legislativo no lo resisten, el Poder Judicial entregará en pocos meses a Colombia en las manos del Foro de Sao Paulo, contra la voluntad de toda la población. Si lo resisten, tendrá que ser a través de una reforma judicial que quiebre el poder de los jueces comunistas con algo similar a la institución estadounidense del impeachment a los magistrados, actualmente inexistente en Colombia. Pero los jueces y sus cómplices armados jamás aceptarán esto. Sortear esta trampa, si es posible, será el primer desafío del gobierno Santos. El ya demostró ser muy hábil en el campo militar. Lo demostró como Ministro de Defensa. Pero no podrá detener la catástrofe sino movilizando contra la élite revolucionaria el apoyo sólido, masivo y constante de la población. Es imposible prever si tendrá el talento político requerido para esto. Santos sube al poder en condiciones tan peligrosas como las que rodearon el primer mandato de Alvaro Uribe, sin embargo incomparablemente más sutiles y complejas.
Traducido por Félix-Eduardo Salcedo
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