viernes, 19 de agosto de 2011

Colombia pide perdón por algo que no cometió.

Manuel Cepeda y Alfonso Cano

Agosto 18th, 2011
Por: Eduardo Mackenzie

Hay algo de indecente en el “perdón” pedido, en nombre del Estado colombiano, por el ministro del Interior Germán Vargas Lleras, por el asesinato de Manuel Cepeda Vargas el 9 de agosto de 1994 en Bogotá. Tras las sucintas informaciones publicadas por dos diarios acerca del acto en un salón del Capitolio nacional, se instaló un gran silencio. Es como si todos hubiéramos aceptado que ese pedido de “perdón” es legítimo y que los hechos sobre los cuales éste descansa son muy claros.
Pero esa no es la situación.

El ministro Vargas Lleras acató una sentencia de la CIDH que, acogiendo las pretensiones desproporcionadas de la familia de Cepeda Vargas, obliga al Estado colombiano a someterse a esa ignominia. Nada más legítimo que la familia del senador comunista asesinado pida justicia y reparación. Sin embargo, Iván Cepeda, el hijo del muerto, se ha embarcado en una operación de largo aliento que va más allá de eso. El quiere culpar de ese crimen al Estado Colombiano y obligarlo a que acepte semejante acusación, como si ésta no fuera falsa, y que soporte una serie de humillaciones.

Lo ocurrido en el Capitolio el 8 de agosto pasado es una claudicación del gobierno de Juan Manuel Santos ante una de las operaciones de deslegitimación del Estado colombiano más vastas que el país haya conocido. Es cierto que ese tribunal extranjero falló de esa manera. Ello no quiere decir que esa sentencia sea irreprochable, justa e imparcial. Es, por el contrario, una sentencia que debe ser cuestionada. Por una razón fundamental: la CIDH fue incapaz de reconocer los hechos del asunto, sobre todo el punto principal: que ese asesinato no fue urdido, ni ordenado, ni dirigido, ni auspiciado, ni ocultado por el Estado ni por el gobierno colombiano. Esa sentencia pretende, además, rehacer la historia de la subversión en Colombia. Ella escamotea la terrible agresión que sufría Colombia por parte de las FARC y de los carteles de la droga en ese momento y la guerra entre las FARC y los paramilitares. Esa sentencia pretende convertir a Manuel Cepeda Vargas, un agente subversivo violento, en un paladín “de la democracia”. Ese texto contradice incluso la historia de las FARC y del PCC al negar que entre la UP y las FARC haya lazos, al negar que los haya habido entre el PCC y las FARC. Esa sentencia es un acto de negacionismo histórico inadmisible.

Manuel Cepeda Vargas fue asesinado por paramilitares autónomos pagados por Héctor Castaño Gil, hermano de Carlos Castaño Gil, el jefe de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC). Dos sargentos del Ejército hicieron parte del comando que asesinó a Cepeda, eso es cierto, pero tales individuos estaban bajo órdenes de los paramilitares que organizaron y pagaron la emboscada.

La sentencia admite que Fabio de Jesús Usme Ramírez, alias el “Candelillo”, y Edilson de Jesús Jiménez, alias el “Ñato”, “habrían sido contratados por el señor Castaño Gil para dar muerte al senador Cepeda”; que la persona que conducía el automóvil desde donde se le disparó a Cepeda “habría sido un paramilitar llamado Pionono Franco Bedoya, quien habría muerto en octubre de 1994”. La sentencia agrega que la Fiscalía señaló que Víctor Alcides Giraldo, alias “Tocayo”, se encontraba vinculado al proceso por haber participado en la coordinación de los sicarios que ejecutaron a Cepeda, y que Giraldo había muerto durante las investigaciones, “poco después de fugarse de la cárcel de máxima seguridad de Bellavista en 1995”.
Por su parte, el diario El Tiempo de 12 de junio de 2001 reveló que de una cuenta bancaria de Héctor Castaño Gil “salió el dinero para pagarle a Fabio Usme”. El artículo agrega: “Esta cuenta, cuatro meses más tarde, sirvió para pagar los gastos funerarios de “Candelillo”, asesinado en Mutatá (Antioquia). El sicario fue sepultado el 16 de diciembre de 1994 en el cementerio Jardines de la Fe de Bello, con otro nombre”. En marzo de 2009, la Fiscalía dictó auto de detención preventiva a Edilson Jiménez Ramírez, por el atentado contra Cepeda Vargas.

En el libro Mi Confesión, de Mario Aranguren Molina, publicado en febrero 2001, donde el autor recoge las declaraciones de Carlos Castaño Gil, éste dice que él dirigió “el comando que ejecutó al senador Manuel Cepeda Vargas” y que él ordenó “su muerte como respuesta a un asesinato que perpetró (sic) las FARC, fuera de combate”. La Procuraduría siempre afirmó que Carlos Castaño Gil había ordenado a “Candelillo” y al “Ñato” intervenir en el ataque mortal contra Cepeda.

Iván Cepeda, y el colectivo de abogados que lo apoya, nunca hicieron la distinción entre un sargento que por compromiso con delincuentes comete un crimen y un sargento que bajo órdenes de su jerarquía comete un crimen. Esa distinción es esencial para conocer la verdadera naturaleza del atentado contra Cepeda Vargas. La responsabilidad o no del Estado colombiano depende de esa distinción.

Iván Cepeda no la hace. La CIDH no la hace. El Partido Comunista, del cual Manuel Cepeda era dirigente, no la hace. A ninguno de ellos les interesa que la ciudadanía sepa qué ocurrió el 9 de agosto de 1994. Les interesa, por el contrario, hacer creer que el Estado y el gobierno ordenaron ese atentado. Ello es falso. Ningún tribunal colombiano ha comprobado tal cosa. La misma CIDH fue incapaz de probar eso. En cambio, la Fiscalía y la Procuraduría de Colombia comprobaron que grupos paramilitares urdieron y realizaron ese asesinato. Iván Cepeda se aprovechó del hecho de que dos sargentos estuvieron en el atentado: los suboficiales del Ejército Hernando Medina Camacho y Justo Gil Zúñiga Labrador. Medina pertenecía al batallón Tenerife de Neiva y Zúñiga al Batallón Los Panches, también de la capital del Huila. Nadie ha establecido que sus jefes jerárquicos les hayan dado la orden de asesinar a Manuel Cepeda Vargas.

Iván Cepeda es impreciso cuando habla de los autores intelectuales del atentado. Pues sabe que éstos también fueron paramilitares conocidos, y no el gobierno, ni los mandos militares. Pero esa versión, la llamada verdad procesal, no le sirve a Iván Cepeda. El quiere otra cosa. El se empeña en utilizar una amalgama odiosa pero burda: que su padre fue asesinado “por funcionarios públicos”, o por “agentes estatales”. El y la CIDH pretenden hacernos tragar esta culebra: como había “agentes estatales” en la escena del crimen, ese crimen fue “ordenado” por el Estado, o “desde el Estado mismo”, como dice, en fórmula aún más ambigua, el magistrado que dictó la sentencia. Todo ello es inconsistente, si no falso. Los soldados Medina y Gil actuaron por su cuenta, como sicarios de paramilitares que eran, no por cuenta de su jerarquía, ni como “funcionarios públicos”. Iván Cepeda, quien trajina con ese tema desde diciembre de 1993, no ha podido probar lo contrario. La jerarquía militar cuando supo que Medina y Gil habían sido acusados de haber participado en ese crimen los entregó a la justicia. Hernando Medina Camacho y Justo Gil Zúñiga Labrador fueron capturados, juzgados y condenados a prisión por haber jugado un papel activo como autores materiales en ese asesinato.

En lugar de distinguir, Iván Cepeda confunde. Iván Cepeda logró hacerle creer al CIDH que la muerte de su padre se produjo en un “operativo mixto, de militares y paramilitares”. No obstante, cuando los citados sargentos obraron en ese comando lo hicieron como pistoleros al servicio de paramilitares, no como soldados de Colombia. La teoría del “operativo mixto” no tiene sentido si no se prueba antes que las fuerzas militares ordenaron a los dos sargentos cometer ese asesinato. ¿Eso ha sido probado? ¿Por quién?

Invito a los lectores a buscar en la sentencia la menor prueba de la teoría del “operativo mixto”: http://www.corteidh.or.cr/casos.cfm?idCaso=338
Basada únicamente en las conjeturas de Iván Cepeda, la CIDH sugiere que el coronel Rodolfo Herrera Luna les pagó a esos sargentos por el asesinato de Cepeda. Sin embargo, esa gravísima acusación nunca fue probada por la Fiscalía, ni por la Procuraduría, ni por la CIDH. Si la Fiscalía tenía “indicios” de eso, como afirma Iván Cepeda, ¿por qué no lo llamó a declarar? ¿Por qué fue revivido ese tema sólo después de la muerte en 1997 del coronel Herrera? La CIDH no lo dice. ¿Por qué esa sentencia evita toda precisión sobre la trayectoria personal y militar del coronel Herrera Luna? ¿No es acaso una pieza fundamental de su argumentación?

El paramilitar “Don Berna” acusó ulteriormente a Miguel Narváez, ex director del DAS, de haber “instigado” la muerte de Cepeda Vargas. Pero el “testimonio” de “Don Berna” es de tercera mano e inverificable: él dice basarse en la conversación con un muerto (“me enteré por boca del comandante Castaño”).

Estamos pues ante afirmaciones gratuitas y suposiciones contradictorias que la CIDH fue incapaz de transformar en evidencias, en pruebas irrefutables.
Si Iván Cepeda tuviera razón en cuanto a que los superiores de los dos sargentos impulsaron ese crimen habría una serie de oficiales y hasta un ministro de Defensa detenidos. El presidente de la República de la época (Ernesto Samper Pizano), o el presidente anterior (César Gaviria Trujillo), habrían sido llamados a declarar, por lo menos, pues Iván Cepeda habla de “crimen de Estado”. Pero ese no es el caso. ¿Por qué?

Sobre bases tan endebles la CIDH se atrevió a condenar al Estado colombiano “por acción y omisión” en el asesinato de Cepeda Vargas, e insiste en infligirle una serie de humillaciones, como lo del pedido de “perdón público”, entre otras. Aún más vergonzoso es que el gobierno colombiano, quien tuvo que haber leído la sentencia del 26 de mayo de 2010, y visto su carácter improbable, haya capitulado ante tales audacias y aceptado ser humillado.

El PCC no ha podido negar hasta hoy que Manuel Cepeda Vargas fue durante años el elemento que conectaba la cúspide del PCC con la dirección de las FARC, y viceversa, y a las FARC con la dirección cubana. Es decir, órdenes y planes de esas tres entidades pasaron por sus manos, con su aprobación. ¿Cuántos colombianos murieron por decisiones que él tomó? Manuel Cepeda Vargas no era un senador como los otros senadores. El tenía sangre en las manos. ¿Por qué las FARC le rinden tributo a Manuel Cepeda Vargas al darle ese nombre a uno de sus frentes más bestiales, el que secuestró a los diputados del Valle, entre otras fechorías? ¿Por sus bellos discursos?

Manuel Cepeda era un senador de la UP. Este no era un partido como los demás. La UP fue una creación de las FARC. La UP era el brazo político de una organización terrorista. Algo que ninguna democracia permite. La UP, dice el PCC, fue el producto de una “tregua” entre el gobierno de Belisario Betancur y las FARC. Dudoso. Esa tregua fue violada por las FARC desde el primer día: al mismo tiempo que creaban la UP, las FARC forjaban la coordinadora guerrillera Simón Bolívar. Las FARC enviaron varios de sus cuadros a “abrir una actividad política”. Era gente que había cometido atrocidades. Ese fue el caso, por ejemplo, de Braulio Herrera. Después de su periodo como dirigente de la UP, y de sus giras legales por el país y por Europa (con dineros del Parlamento colombiano), y de ser elegido representante a la Cámara, volvió al monte y allí masacró a un grupo de sus propios guerrilleros. Hoy no se sabe qué hicieron las FARC con él. Ese era un jefe de la UP, como Cepeda Vargas. Otro elegido de la UP, fue Luciano Marín Arango, alias Iván Márquez, alto jefe de las FARC. En la serie de atentados que sufrieran muchos miembros de la UP intervinieron varios actores: el cartel de Medellín y los paramilitares, sobre todo, y las venganzas personales de civiles, policías y militares que actuaban por su cuenta, y hasta las Farc y sus disidencias. ¿Hemos olvidado quien atentó contra Hernando Hurtado, otro alto jefe del PCC? La CIDH niega todo eso e intenta mostrar al Estado colombiano como el responsable de las muertes de la UP.

Cepeda Vargas fue asesinado por sicarios bajo órdenes de paramilitares. Entre los sicarios había dos militares. Pero esos militares no participaron en ese asesinato cumpliendo órdenes del Estado, ni del Gobierno, ni de las fuerzas armadas. Por eso no se puede decir que fue un “crimen de Estado”, como Iván Cepeda trata de hacer creer. Esa es la distinción que el gobierno del presidente Juan Manuel Santos debería haber hecho y no hizo.

Esa distinción es un punto decisivo. Decisivo para el honor de Colombia, de sus autoridades y de su ciudadanía. El pedido de “perdón” del ministro Vargas es un grave error, es una infamia contra Colombia, un insulto a todas las víctimas de las FARC y de los otros aparatos terroristas que esa banda creó.

Cepeda Vargas era un senador, pero era, al mismo tiempo, un hombre violento. El quería imponer por la fuerza un escenario: la destrucción de la democracia y la conformación de una dictadura “proletaria” en Colombia. Era un partidario de la combinación de todas las formas de lucha, es decir de la guerra prolongada, abierta y clandestina, contra los colombianos. Fue un violento que marginó a los elementos de su propio partido que se apartaban de esa vía. El murió a manos de otros violentos. El no merece que le erijan monumentos, ni merece que sea mostrado como un “ejemplo” para los periodistas, como pretende su familia.

Es probable que el Estado colombiano se haya defendido mal en ese largo pleito. Eso no lo transforma en el asesino de Cepeda Vargas. En la sentencia del 26 de mayo de 2010 se lee que, el 4 de julio de 2009, el Estado colombiano alegó (pero sin ser escuchado), que “no existió una política estatal con el fin de dar muerte al señor Manuel Cepeda Vargas; que no se probó la existencia del presunto ‘plan golpe de gracia’; que no existió un patrón sistemático de violencia contra los miembros de la UP ‘en cabeza del Estado’”. Además, alegó que “no es responsable por las alegadas violaciones de los derechos reconocidos en los artículos 16 y 22 de la Convención Americana” (libertad de asociación, de circulación y residencia). La CIDH rechazó los argumentos de la defensa y acogió sin discernimiento las pretensiones de la parte adversa. Eso explica por qué ese adefesio judicial es y será objeto de vivas controversias. Esa sentencia es una muestra más de la politización de esa Corte.

viernes, 12 de agosto de 2011

SOBRE MIS PRINCIPIOS POLÍTICOS.




Basado y modificado del texto Dios y la democracia liberal de Carlos Montaner.

Evolucionismo o creacionismo? Azar o diseño inteligente? Esa es la pregunta que vuelve a dividir a la intelligentsia. Los neodarwinianos opinan que no es posible observar las huellas de Dios en la evolución de los seres vivos. No hay pruebas científicas de su mano divina. La evolución –postulan- es un proceso biológico amoral. Los cambio suceden sin que los guie un criterio ético. Los creacionista, en cambio, aseguran que no es posible explicarse la inmensa complejidad de la vida sin la intervención de un ser superior que así lo decidiera. Les parece, además, que los seres humanos tienen un profundo sentido moral que solo puede explicarse por la existencia de Dios.

En principio, parece un inofensivo debate intelectual en el que se trenzan y confunden la ciencia y la teología, pero no es cierto. No se trata de una disparidad académica que se dirime inocentemente en la aulas universitarias. La controversia afecta a la raíz misma de la civilización occidental y a largo plazo puede tener unas tremendas consecuencias en el plano político.

Todo el armazón filosófico y jurídico sobre el que descansa la democracia liberal, se articula en torno a la existencia de un ser superior del que emanan ”los derechos naturales” que protegen a los individuos frente a la acción del Estado o frente a la voluntad de otras personas.

Si desaparece la premisa de la existencia de Dios, la hipótesis de la existencia de derechos naturales queda automáticamente eliminada y se le abre la puerta a cualquier género de atropellos.

Se le atribuye al judío Zenón, feo y patizambo, triste y brillante, fundador del estoicismo en el siglo IV a.c., la primera formulación de la teoría de los derechos naturales. En la Grecia de su tiempo, -Zenón impartía sus charlas en Atenas- las personas eran sujetos de derecho por dos vías: la fratria o tribu a la que se pertenecía, o la ciudad en la que vivía. La ”sangre” y el “suelo” eran las bases que determinaban los derechos que se aplicaban a las personas, normas que en gran medida siguen vigentes en nuestros días. Pero Zenón y sus seguidores plantearon algo totalmente novedoso y revolucionario: los seres humanos, por su carácter único, poseían unos derechos que no provenían de la etnia o de la ciudad, sino de los Dioses. Esos derechos eran anteriores a la existencia de la tribu y del Estado, así que no podían ser suprimidos por la fratria ni por las autoridades políticas de la ciudad, puesto que no habían ido otorgados por ellas.

El planteamiento de los Estoicos daba pie a una conclusión formidable: la igualdad esencial entre las personas y la diferencia cualitativa que las separaba de las demás criaturas. Las personas estaban dotadas de la capacidad de razonar. Poseían de manera innata la facultad de obrar con justicia. Podían distinguir la bondad de la maldad, como si una fuerza sobrenatural les hubiera inclinado la conciencia en la dirección del juicio ético. No era verdad, como defendía Aristóteles, que hubiera, “esclavos por naturaleza”. No era cierta la supuesta inferioridad de las mujeres o de los extranjeros, entonces llamados “barbaros”. Por eso cuando el cristianismo, siglos más tarde, asumió el legado filosófico de los estoicos, les abrió los brazos a todas las razas, nacionalidades, clases sociales y a los dos sexos. “Católico” precisamente quiere decir universal.

A fines del siglo XVII el británico John Locke (entre otros), retoma en sus escritos el argumento de los derechos naturales y echa las bases de la democracia liberal: ni el Rey ni el parlamento pueden legislar contra la libertad, el derecho a la vida y a la propiedad. De Locke surge el Bill of Rights de los ingleses y los límites de la autoridad real. Con él se consagran los principios con los que cien años más tarde se funda Estados Unidos y los franceses redactan la Declaración Universal de los Derechos del Hombre y del Ciudadano.
El silogismo es impecable: sin la creencia en Dios, no eran concebibles la existencia de los derechos naturales; sin los derechos naturales no se sostiene la idea de la democracia liberal.
Así de simple: si no hay derechos naturales, puede ser aceptable esclavizar a los cautivos, discriminar a las mujeres y execrar a los extranjeros. Basta con que lo decida una fuente legítima de poder, como la mayoría aritmética, por ejemplo, o un grupo de sabios insignes o petulantes.

El marxismo –otro ejemplo-, que negaba la existencia de derechos naturales, se sentía autorizado, en nombre de la clase obrera, a establecer la dictadura del proletariado, privar de sus bienes a millones de personas y fusilar y encarcelar a otras tantas por ser despreciables “enemigos de clase”. El nazismo, que tampoco creía en los derechos naturales, extermino a seis millones de judíos y a un millon de gitanos y a otras minorías porque no había ningún impedimento moral o filosófico que lo frenara.

Lo que resulta indiscutible es que si en occidente, existen la libertad y la tolerancia, es porque hemos colocado unos diques capaces de frenar la barbarie: los derechos naturales. Dinamitarlos es precipitarnos en el abismo.