viernes, 12 de agosto de 2011

SOBRE MIS PRINCIPIOS POLÍTICOS.




Basado y modificado del texto Dios y la democracia liberal de Carlos Montaner.

Evolucionismo o creacionismo? Azar o diseño inteligente? Esa es la pregunta que vuelve a dividir a la intelligentsia. Los neodarwinianos opinan que no es posible observar las huellas de Dios en la evolución de los seres vivos. No hay pruebas científicas de su mano divina. La evolución –postulan- es un proceso biológico amoral. Los cambio suceden sin que los guie un criterio ético. Los creacionista, en cambio, aseguran que no es posible explicarse la inmensa complejidad de la vida sin la intervención de un ser superior que así lo decidiera. Les parece, además, que los seres humanos tienen un profundo sentido moral que solo puede explicarse por la existencia de Dios.

En principio, parece un inofensivo debate intelectual en el que se trenzan y confunden la ciencia y la teología, pero no es cierto. No se trata de una disparidad académica que se dirime inocentemente en la aulas universitarias. La controversia afecta a la raíz misma de la civilización occidental y a largo plazo puede tener unas tremendas consecuencias en el plano político.

Todo el armazón filosófico y jurídico sobre el que descansa la democracia liberal, se articula en torno a la existencia de un ser superior del que emanan ”los derechos naturales” que protegen a los individuos frente a la acción del Estado o frente a la voluntad de otras personas.

Si desaparece la premisa de la existencia de Dios, la hipótesis de la existencia de derechos naturales queda automáticamente eliminada y se le abre la puerta a cualquier género de atropellos.

Se le atribuye al judío Zenón, feo y patizambo, triste y brillante, fundador del estoicismo en el siglo IV a.c., la primera formulación de la teoría de los derechos naturales. En la Grecia de su tiempo, -Zenón impartía sus charlas en Atenas- las personas eran sujetos de derecho por dos vías: la fratria o tribu a la que se pertenecía, o la ciudad en la que vivía. La ”sangre” y el “suelo” eran las bases que determinaban los derechos que se aplicaban a las personas, normas que en gran medida siguen vigentes en nuestros días. Pero Zenón y sus seguidores plantearon algo totalmente novedoso y revolucionario: los seres humanos, por su carácter único, poseían unos derechos que no provenían de la etnia o de la ciudad, sino de los Dioses. Esos derechos eran anteriores a la existencia de la tribu y del Estado, así que no podían ser suprimidos por la fratria ni por las autoridades políticas de la ciudad, puesto que no habían ido otorgados por ellas.

El planteamiento de los Estoicos daba pie a una conclusión formidable: la igualdad esencial entre las personas y la diferencia cualitativa que las separaba de las demás criaturas. Las personas estaban dotadas de la capacidad de razonar. Poseían de manera innata la facultad de obrar con justicia. Podían distinguir la bondad de la maldad, como si una fuerza sobrenatural les hubiera inclinado la conciencia en la dirección del juicio ético. No era verdad, como defendía Aristóteles, que hubiera, “esclavos por naturaleza”. No era cierta la supuesta inferioridad de las mujeres o de los extranjeros, entonces llamados “barbaros”. Por eso cuando el cristianismo, siglos más tarde, asumió el legado filosófico de los estoicos, les abrió los brazos a todas las razas, nacionalidades, clases sociales y a los dos sexos. “Católico” precisamente quiere decir universal.

A fines del siglo XVII el británico John Locke (entre otros), retoma en sus escritos el argumento de los derechos naturales y echa las bases de la democracia liberal: ni el Rey ni el parlamento pueden legislar contra la libertad, el derecho a la vida y a la propiedad. De Locke surge el Bill of Rights de los ingleses y los límites de la autoridad real. Con él se consagran los principios con los que cien años más tarde se funda Estados Unidos y los franceses redactan la Declaración Universal de los Derechos del Hombre y del Ciudadano.
El silogismo es impecable: sin la creencia en Dios, no eran concebibles la existencia de los derechos naturales; sin los derechos naturales no se sostiene la idea de la democracia liberal.
Así de simple: si no hay derechos naturales, puede ser aceptable esclavizar a los cautivos, discriminar a las mujeres y execrar a los extranjeros. Basta con que lo decida una fuente legítima de poder, como la mayoría aritmética, por ejemplo, o un grupo de sabios insignes o petulantes.

El marxismo –otro ejemplo-, que negaba la existencia de derechos naturales, se sentía autorizado, en nombre de la clase obrera, a establecer la dictadura del proletariado, privar de sus bienes a millones de personas y fusilar y encarcelar a otras tantas por ser despreciables “enemigos de clase”. El nazismo, que tampoco creía en los derechos naturales, extermino a seis millones de judíos y a un millon de gitanos y a otras minorías porque no había ningún impedimento moral o filosófico que lo frenara.

Lo que resulta indiscutible es que si en occidente, existen la libertad y la tolerancia, es porque hemos colocado unos diques capaces de frenar la barbarie: los derechos naturales. Dinamitarlos es precipitarnos en el abismo.

No hay comentarios.: