sábado, 22 de agosto de 2009

Grotesca incursión en el Hospital Militar.


Por: Eduardo Mackenzie
22 de agosto de 2009

Todo ocurrió en cuestión de minutos. Son las once de la noche, del 20 de agosto de 2009. En una habitación del Hospital Militar de Bogotá, un hombre de 65 años se dispone a tomar unas pastillas que minutos antes dos enfermeras le han traído. Su esposa vela a su lado. Los otros pacientes del piso duermen. El personal médico trabaja. El silencio es total en el vasto edificio. De repente, el corredor se llena de voces. Una veintena de personas avanza ruidosamente, abre la puerta de la habitación y entra en tropel. Dos mujeres vestidas de negro avanzan, se apoderan de la esposa del enfermo, la tumban violentamente sobre la cama, le colocan los brazos contra la espalda y la inmovilizan. Al mismo tiempo, doce o más hombres vestidos de civil, más dos con delantales blancos y uno con delantal azul, caen sin ningún miramiento sobre el paciente. Este trata de resistir, forcejea, pide ayuda a gritos. Los hombres lo inmovilizan brutalmente, le bajan el pantalón de la pijama, lo pican una y dos veces para inyectarle a la fuerza una substancia y comienzan a amarrarlo con lazos.
El paciente grita, pide ayuda, dice que lo quieren asesinar, maldice a sus agresores. Todo es inútil. Nadie viene a socorrerlo. Sin perder un segundo, los asaltantes terminan de amarrarlo y lo arrastran violentamente hacia la puerta. Los hombres se aferran como pueden a su víctima, transformada ya en una especie de bulto, en cosa inanimada, y la cargan en desorden entre todos. Nadie detiene a la turba. No se sabe cuántos de esos hombres y mujeres van armados. La escena es inaudita. El grupo se lleva a un enfermo contra su voluntad, amarrado, en un acto cobarde, cruel y degradante. Y nadie trata de frenarlos.
Luego de abrirse paso entre algunas enfermeras y pacientes estupefactos quienes, alertados por los gritos, acuden al corredor y asisten a la escena sin reaccionar, el extraño comando llega al ascensor y desaparece.
La persona que acaba de vivir esa atrocidad es el coronel ® Alfonso Plazas Vega. Hasta unos días antes el estaba detenido en la Escuela de Infantería, pues una fiscal, Ángela María Buitrago, había abierto contra él una instrucción contestable y plena de absurdos por los hechos del Palacio de Justicia de 1985. Detenido desde el 16 de julio de 2007, el coronel Plazas había ingresado al Hospital Militar para ser atendido de urgencia. La noticia de que la juez María Stella Jara Gutiérrez había ordenado esta vez trasladarlo por la fuerza a la cárcel de la Picota, donde podría ser asesinado en cualquier momento, lo postró en una angustia terrible que se transformó en depresión nerviosa severa. Tal decisión fue tomada en violación total de las leyes colombianas que exigen, como en todas las democracias, que los militares detenidos sean recluidos en instalaciones militares.
Tirada en un rincón de la habitación durante el forcejeo, la esposa del coronel Plazas se levantó como pudo y buscó el corredor. “Salí enloquecida”, revelará más tarde. “Encontré al personal del hospital, entre enfermeras, médicos y militares, absolutamente petrificados. Parecían maniquís mirándome aterrorizados. Les grité que si mi marido moría ellos también serían culpables. Lloré. Temblaba. Me sentía absolutamente sola, abandonada. Como sentía un fuerte dolor en el pecho me atendieron y me tomaron la tensión. Me colocaron un medicamento debajo de la lengua y me pusieron oxígeno. Finalmente, logré llamar a mi hijo y a mi hermana para que vinieran.”

Lo ocurrido en el Hospital Militar es gravísimo. La forma como llevan la investigación contra Plazas Vega es una aberración, con pruebas falsas contra él y sin que las pruebas presentadas por la defensa sean realmente valoradas. La juez, sin embargo, está obligada por la ley a ser imparcial y a buscar la verdad. ¿Este es el caso? Da la impresión que la juez busca una sola cosa: hundir al inculpado. Esa actitud es ilegal. El juez debe investigar y valorar todo: lo que acusa al acusado y lo que disculpa al acusado. Lo demás es barbarie. La metodología aberrante está siendo aplicada a otros altos militares. Hasta el mismo ministro de Defensa habla de una “guerra jurídica” en curso contra los militares colombianos. Lo ocurrido el jueves pasado es un paso más dentro de una escalada contra el estamento militar. ¿Quién podría abstenerse de pensar que la operación del jueves, en lugar de buscar la verdad, pretende quebrar física y psicológicamente a Plazas Vega y a su familia? Lo ocurrido en el Hospital Militar es una provocación adicional. ¿Qué hay detrás de esa movida de la juez Jara?

La terrible operación de captura y “traslado” a la Picota del coronel Plazas Vega, recuerda los métodos de la URSS de Breznev, con disidentes detenidos y amarrados por policías del KGB y llevados a hospitales especiales para enfermos mentales. Recuerda lo que ocurre hoy en Cuba.

Jamás una arbitrariedad de ese tamaño se había visto en Colombia. En ese acto escabroso no hubo ni una gota de respeto por una persona enferma, recluida en un hospital. Los hospitales y las iglesias son, en los países civilizados, lugares de asilo, que merecen todo el respeto. Sólo los criminales y los terroristas más endurecidos se atreven a violar esos espacios, a secuestrar e incluso a asesinar allí seres humanos, como ha ocurrido en otras ocasiones en Colombia.
En las barbas de todo el mundo, de médicos, enfermeras y vigilantes, un paciente fue sacado violentamente de un hospital. Y en la más grande impunidad. Pues nadie se pregunta si ese acto, aunque haya sido ordenado aparentemente por una juez, es legal o ilegal. Nadie se pregunta (hay que ver el silencio de la prensa) si hubo en ello abuso de poder.

Una operación de esa naturaleza, organizada por especialistas en el golpe de mano, fue protegida por jueces infernales. Uno puede interrogarse si un día serán capaces de hacer lo mismo con un presidente de la República. ¿Era lo que quizás se estaba preparando con la operación Tasmania? Un día, si este tipo de aberraciones no son erradicadas del campo judicial, un juez infernal, con el pretexto de que tiene una orden de un juez ecuatoriano, por ejemplo, puede ir, con una escuadra de matones con patente, a capturar a un héroe, retirado o no, por haber participado en la Operación Fénix.

Hace unos años tal acto, que mezcla intrusión rápida, violencia, neurolépticos y un supuesto aval judicial, era impensable. Hoy no. La crisis de la justicia colombiana es profunda y lo que ocurrió el 20 de agosto muestra que la maquinaria ha enloquecido.

El país tiene que saber los nombres de la gente que instigó, ordenó y realizó esa cobarde operación. Debe conocer los detalles de la misma. El Congreso debería abrir una investigación. Lo que sucede va más allá de los intereses del coronel Alfonso Plazas Vega. Es terriblemente anómalo. Algo muy horrible se está preparando en Colombia. Lo ocurrido es inadmisible y debe ser investigado de manera independiente. La juez María Stella Jara ha ido muy lejos.

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