Por: Francisco Rubio*
Bien conocidas son las admoniciones del catedrático español Rubio Llorente: la politización de la justicia o la judicialización de la política son dos situaciones patológicas de las que un sistema democrático asentado debe huir como de la peste:¨Los jueces, dijo, son titulares del poder del Estado de la misma manera que lo son, por ejemplo, los ministros o los diputados y, hasta un poco más, aunque sea más pequeño el ámbito de su poder.
Un poder también en cierto modo paradógico. El poder judicial es, a diferencia del poder político, poder pasivo. No puede tomar iniciativas, sino sólo dar respuestas, y quienes lo ejercen no pueden utilizarlo para imponer su voluntad o hacer valer sus preferencias, por muy convencidos que estén desu justicia o su razón.
Por eso es también un poder que exige en sus titulares un cierto ascetismo: por ejemplo, el de no hablar más que atrvés de sus decisiones, aunque sea para defenderse de acusaciones injustas. La protección que da al juez el delito de desacato deja de tener justificación si los jueces, como los ministros o los directores generales, pueden entrar en polémicas públicas.
Y sobre todo, claro está, los jueces tienen la obligación de mantener, en la realidad y en la apariencia, su condición de órganos imparciales, lo que significa, entre otras cosas, no meterse en política, ni hacerla poniendo entre paréntesis por algún tiempo su condición para volver después a ella.¨
*Los jueces y la política, El País, Madrid, 26 de enero de 1995.
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